Amigos/colegas:
Acá Cristian Busamia nos envió un cuento escrito por él para compartir.
Un
día que empezó como siempre.
El día empezó como siempre. Lo que
ocurriría luego se lo podría atribuir a una mente muy fantasiosa o al mal
designio de un ser poderoso y perverso.
Arranqué como siempre, prosigo, y
luego de levantarme y todo lo que impensadamente se va sucediendo, terminé mi
ritual como lo suelo terminar: tocando un rato mi guitarra. Algunos, luego de
su ritual matutino, prenden un cigarrillo o riegan sus plantitas, a mi me da
por tocar mi guitarra. Fue así como recorrí toda la distancia que nos separaba
para tomarla con fuerza pero gentil y me senté donde suelo sentarme a dejar
fluir libres, notas, escalas, arpegios y acordes. Mi guitarra suele estar
afinada así que solo me senté y toqué. Aquí es donde ese día normal se
convertiría en algo más que inolvidable para mí.
Qué pensarán de mí si les digo que por
más empeño que pusiese, jamás volví a lograr que suene ningún Do. No soy un
virtuoso pero conozco muy bien mi instrumento y se sacarle las notas y transmitir
con ellas las emociones que quiero. Pero por más que lo intentaba, no lograba
sacarle a mi guitarra ningún Do. De ninguna octava, ni agudo, ni grave. Nada.
Cuando tocaba una escala, por ejemplo Sol-La-Si-Do-Re-Mi-Fa (como dato anexo es
una escala en modo Mixolidio), jamás lograba hacer que suene el cuarto grado, como
ya habrán adivinado aún sin saber nada de música: el Do. Silencio total.
Intenté incluso pulsar un Si contiguo y levantar la cuerda, pero cuando
empezaba a arrimarse la afinación, silencio.
No sería hasta bastante avanzado el
día que me encontraría con la respuesta a esta incógnita. Nada de lo que mi
revoloteadora mente intentase elucubrar me acercaría en lo más mínimo a la
terrible y disparatada, absurda, extravagante, ilógica, delirante y desvariada
verdad.
Cuando por fin me cansé de intentar y
decidí buscar la verdadera causa de tan extraño comportamiento, de mi guitarra,
de mi oído, de mi mente o hasta incluso de la física misma, recurrí a un método
que pocas veces utilizo pero que según me han dicho es una fuente de inagotable
conocimiento acerca de todos los temas. Encendí la televisión. Mi sorpresa fue infinitamente
mayor al ver que en un canal de noticias mostraban a un montón de aparentes
músicos con pancartas, banderas y muchos otros artilugios de protesta (algunos muy
novedosos, quisiera agregar) frente a un Ministerio. No recuerdo ahora su
nombre porque lo acababan de crear para llevar adelante esta vergonzosa e
inhumana acción de gobierno. No teniendo ya de dónde sacar dinero para
supuestamente gobernar, a un carente de sus lóbulos prefrontales, de sus
amígdalas… de todo su hipocampo cerebral, se le ocurrió esta desbarrancada
idea. Empezar a cobrarnos a los músicos por el uso de esta nota. Y no solo a
los músicos. Probé pedirle a mi mujer que silbe un Do más o menos afinado y
tampoco sonó. Nadie puede ya tocar un Do sin pasar primero por las garras
recaudadoras de nuestro insaciable e ineficiente gobierno.
Cómo lo lograron, qué tecnología
utilizaron, es y será para mi un misterio. Por lo menos hasta que alguien se digne
a filtrar información o aunque sea alguna vaguedad aproximada contraria pero
que nos permita deshilvanar algo, aunque sea por su opuesto. Soy un fanático de
cuanta teoría conspirativa anda dando vueltas y creí que estaba preparado para
todo. Las máquinas de cambio climático, los asentamientos en la Luna, de
extraterrestres, de los yankis y hasta de los nazis. El triángulo de
lanzamientos a través de “agujeros de gusano” en las Bermudas, o su cercana
base de lanzamientos de naves extraterrestres en el sur de La Florida. El
“cajoneado” motor a agua (hidrógeno más precisamente), el verdadero principio y
fin del atentado a las “torres gemelas”, la verdadera ocupación del creador de
Wikileaks o la verdadera “inteligencia” detrás de Facebook, etc. De todo estoy
al tanto y en todo esto creo. Por factibilidad o, como dije, por oposición.
Pero esto a lo que me estoy enfrentando ahora me sacó completamente de mis
cabales. Me dejó acalambradamente boquiabierto.
El destino y las intenciones de muchas
de las políticas con las que nos suelen gobernar, rara vez son comprendidas, o
incluso correctamente sopesadas, hasta que pasa mucho tiempo y ya es tarde para
reconocerles su valor y acierto a quienes las promulgaron. Tal y como sucede
con nuestros padres negándonos esos sabrosos pero insustanciosos caramelos
antes de la nutritiva cena. Pero es en este caso donde no creo que jamás
podamos verle una ínfima luz de utilidad o de atino. Sacarles el Do a los
ciudadanos es lo más ridículo que jamás se le pueda haber ocurrido a alguien.
Aunque cobrar luego para que lo utilicen cobra algún sentido, valga la
“repugnancia”. Pero igual, es descabellada y ridículamente absurdo.
Qué hacer entonces. Empecé a intentar
reemplazar el Do, por ejemplo por su tercera, el Mi. Funcionaba a veces pero me
dejaba siempre con un poco de incertidumbre e insatisfacción. Luego recordé su
quinta, el Sol. Probé y me agradó más, pero me llevaba a sentir un poco más de
tensión y ni hablar si la cambiaba por su séptima (obviamente mayor, de haber
sido menor debería haber tocado un Si bemol, un error garrafal, pero tolerable por
ser “blusero”). Ahí no había manera de soportarlo. Probé con la segunda, el Re
y con la cuarta, el Fa y nada. Todo muy tibio. Era, pues, hora de tomar cartas
en el asunto.
Antes del final del día y a la vista
de que la recaudación era un éxito arrasador, y sin darme tiempo a que pudiese
ponerme a escribir siquiera esas cartas, dieron otro paso adelante. Fueron por
más. Ya no se podría tocar sin pagar ni el Do, ni el Re ni el Mi. Y para el
final del día siguiente, estaban todas las notas naturales afectadas por este
injusto gravamen. Y las alteraciones claro, les costó un poco llegar a entender
cuándo eran bemoles y cuándo sostenidos, porque para el Fisco, si bajás o si
subís, te cobra lo mismo. Pero más temprano que tarde ya estaban todas las
notas adentro. Ya no había música libre. Y pronto ni los tambores ni platillos
se salvarían. Todo lo que hiciese vibrar el cuerpo con algún asomo de emoción
musical, quedaría incluido dentro de esta profana ley. Hasta llegó el día en
que ni se pudo tocar un timbre o una campana o siquiera golpear la puerta para
anunciarse sin tener que pagar. Dios debe estar sordo pensé. Y fue ahí,
justamente en ese instante y a partir de ese pensamiento cuando se me ocurrió
la solución, o al menos mi solución.
Antes de que un ser humano pueda
llegar a crear algo, primero lo tiene que imaginar. El pensamiento es el poder
máximo con el que contamos. El Estado no entrará a mi mente pensé. Desarrollaré
pues un instrumento absolutamente mental. Lo escucharé solo yo, claro, pero
esto me bastaba.
Así me pasé varios meses e incontables
horas de arduo trabajo para definir, desarrollar, poner en funcionamiento y
perfeccionar mi instrumento músico-mental. Al fin y al cabo de largos períodos
de incomunicación hasta con mi propia familia, lo logré. Triunfante, extasiado
por el éxito y dispuesto a todo, lo encendí y lo hice sonar. Me permitirán
poner un ejemplo. Fue como finalmente sacar la nariz y respirar luego de estar
demasiados minutos debajo del agua. Fue en parte y sin ostentación, como
revivir. Mi instrumento músico-mental sonaba de maravillas. No solo que me
brindaba los más exquisitos sonidos sino que además reproducía muy bien mi voz.
Si no lo dije antes fue por vergüenza de ser humano, cantar estaba gravado con
doble canon. En fin, como les decía, mi voz sonaba perfecta y con todos los
matices y recursos con que contaba mi voz física. Nada me faltaba. Lo tuve
todo.
Será que lo bueno, si breve dos veces
bueno. Pero este inalcanzable nirvana, este horizonte lejano se siguió moviendo
de repente.
Nueva ley nacional: En todo el
territorio nacional quedará gravado con 5 veces el canon a los sonidos
ejecutados por cualquier hombre o mujer a toda persona, real o imaginaria, que
sea detectada pasando más de cinco minutos pensando en sus horas de vigilia. Y
no tardaron en acorralarme en mis sueños también.
Veo a mi alrededor millares de
personas sin vida, que van de un lado al otro sin lograr pensar ni sentir y al
llegar a mis cuatro minutos cincuenta y nueve segundos, me convierto por fin,
en uno más de ellos.
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